Abril 19, 2019
En algún minuto, muchos años atrás, el monstruo social decidió que necesitábamos leyes para vivir en paz. Me imagino que crearon unas cuantas en el camino, y al ver que una minoría cagona no las respetaba tomaron una decisión: en lugar de premiar a los que acataban las leyes se decidió que era mas barato castigar a los infractores. Son los menos, así que obviamente es más barato. Ese punto, ese punto exacto en nuestra historia es lo que nos trajo directamente al presente, donde la justicia y la economía están intrínsecamente unidos.
De más está decir que muchas otras cosas pasaron entre medio: la elección de los jueces y el poder que se les otorgaba, el intento de solución que representa el «jurado de pares», la bestialidad de ponerle peso a los derechos de los que se puede privar a una persona. Ni siquiera me voy a meter en la «justicia divina» o weás por el estilo.
Algunos aceptan nuestra «justicia» actual como nuestro mejor intento. Otros pelean en contra de lo ya establecido. Pero muy pocos cuestionan su nacimiento y su evolución. Decimos que la justicia ha evolucionado de acuerdo a los tiempos con argumentos estúpidos («ya no quemamos a las brujas, así que vamos por buen camino»), pero eso no es verdad. Lo que evolucionó fueron las leyes, y como cualquier engendro protegido, prosperó, se multiplicó y se estableció como un parásito en una relación simbiótica con lo que entendemos como sociedad… como los putos chihuahuas. Porque qué es la sociedad sin leyes… ¿o no? ¿Qué sería de la sociedad sin los chihuahuas?
Por supuesto esto suena como el discurso anárquico del punky del barrio, o lo que gritaría un fanático a la salida de su juicio por terrorismo en españa. La diferencia es que yo no creo en un mundo sin leyes… sería una mierda de mundo. No, lo que espero es un mundo con leyes mejores, con castigos mejores y con… jueces mejores.
«Mejor» es un término extraño. Se tiende a pensar que «mas es mejor», lo que se aplica perfectamente a los chihuahuas, por ejemplo («¡más chihuahuas en el mundo, ahora!»), pero en este caso es al revés. Un parásito simbiótico necesita mantener su población bajo control o se autodestruirá y se llevará a su anfitrión en el proceso. Cuando creamos leyes y más leyes nos arriesgamos a hacerlas tan complejas que se vuelven inmanejables, inaplicables e in… ¿fiscalizables? El engendro crece y se convierte en algo inentendible para la gran mayoría, dejando el espacio perfecto para la proliferación de un engendro diferente, que vive a costas del parásito y se enriquece con él. El parásito del parásito: el abogado. A estas alturas no le debería extrañar a nadie la cantidad de abogados que calientan el asiento en nuestra cámara de diputados, de senadores o en los ministerios. Son la lamprea de la lamprea… y el concenso dice que son «necesarios»
Pareciera que me fui un poco por las ramas, pero no. Todavía estoy presentando a los «actores», como les gusta llamarse en estos tiempos. Hasta ahora tenemos la sociedad, las leyes, los jueces, los abogados y la economía. Y me faltan los legisladores, por supuesto, que sólo mencioné de paso. Esos personajes que básicamente juegan con el ADN del engendro, haciéndolo más resistente, más brutal y más difícil de matar y de cambiar, todo lo contrario a lo que deberían estar haciendo. Son aquellos que piensan que «más es mejor», esos tan cegados por su propia avaricia, tan estúpidamente obsesionados con ver lo que el parásito puede hacer por ellos que se olvidan que, en realidad, deberían mantenrlo bajo control. Deberían hacerlo trabajar para nosotros. Pero ellos ya no piensan en «nosotros» como un todo, como la base de la sociedad. Ellos se ven con el poder suficiente como para tratarse a si mismos como algo diferente, como algo independiente e intocable, con el descaro suficiente como para tratarse entre ellos mismos como una «clase» diferente: la infame «clase política». Millonarios que se pegan palmaditas en la espalda cuando sacan una nueva ley, una nueva mutación que los hace más ricos a ellos y a sus amigos, y al resto nos hace más miserables y menos pertinentes. Menos importantes, menos parte del cuerpo de la sociedad… pero desgraciadamente necesarios. Y entonces llegamos por fin al meollo del asunto.
En términos biológicos somos los brazos y las piernas, los ojos y los oídos. Pero ellos se piensan como el cerebro, como el filtro por el que todo tiene que pasar y que, como buen cerebro, es inconcebible estar equivocado. Porque son las manos las que se equivocan, los pies los que tropiezan, los ojos que alucinan y los oidos los que no escuchan. Ellos, como cerebro, siempre dan las órdenes correctas a un cuerpo en decadencia. Pero un cerebro por definición no puede mirarse a si mismo… carece de los sentidos necesarios. Y está tan convencido de que tiene la razón que ya no confía en las señales del resto del cuerpo. El tropiezo no es culpa de ellos, por supuesto que no. Los pies son tan torpes… o los ojos no miraron donde correspondía al dar el siguiente paso… o la mano tembló en el momento menos oportuno. El cuerpo, la sociedad es la que falla, no la parte que da las órdenes. Las órdenes son perfectas dentro de su mundo retorcido por la oscuridad.
La analogía biológica termina aquí, porque el «cerebro» en el que confiamos ya no pertenece al cuerpo que deberíamos compartir. Han hecho un trabajo impecable para alienarse del cuerpo que deberían estar gobernando. Ahora son otra especie, algo separado de la sociedad real, aislados y protegidos por un cerco económico infranqueable, porque todas las reglas que escriben, todas las órdenes que emiten… no se aplican a ellos. Se aplican a un animal, a algo que carece de raciocinio y que sólo existe para mantenerlos alimentados, gordos y felices. Ahora somos el ganado y ellos los arrieros que mandan a sus perros a hacer el trabajo. Ni siquiera me voy a meter con los perros, porque ellos todavía son animales que no funcionan sin órdenes… casi como nosotros. Y los que no, son políticos… o personajes de fantasía, como el famoso «señor de los anillos».
Me queda hablar de los castigos y de cómo sólo se aplican al ganado, y no a los arrieros. Me queda hablar del territorio que sí compartimos con ellos. Me queda hablar de los caballos y de las huascas. Me queda hablar de los motivos que tiene el arriero para cuidar a su ganado… o abusar de él. Me queda hablar de las ganas que tenemos de ser parte de un ganado. Me queda hablar de vivir y morir como vaca, o vivir y morir como arriero y de la imposibilidad de volverse arriero cuando naciste vaca. Pero creo firmemente que quien lea estas palabras podrá extrapolar la analogía lo suficientemente lejos como para llegar a la misma conclusión que yo: estamos mal.
Sabemos por experiencia que la ley está viva y conscientemente elegimos gente para que la «críe» de una forma que nos sirva a todos. Ahora yo sé que esa gente no hace un buen trabajo. Es decir, hace un excelente trabajo, pero no pensando en nosotros… el egoísmo se sale de las escalas de las simples vacas. Esa clase política maneja a nuestra lamprea de manera que sólo les beneficie a ellos, de que sólo nos chupe la sangre a nosotros y no a ellos, y al mismo tiempo se convencen de que si les sirve a ellos nos sirve a todos. Pero no es así, claramente. ¿Podemos elegir nuevos políticos? Si. ¿Servirá de algo? No. Porque tenemos a la lamprea de la lamprea dictando las leyes. A ellos no les interesa el tiburón… sólo les interesa la lamprea de la que se alimentan. Mientras menos entienda el tiburón, mejor… más necesarios se hacen. ¿Son los abogados el problema? No. El problema son las leyes, ese monstruo mutante inexplicable del que nos hemos vuelto dependientes.
Mi solución es simple: menos y mejores leyes. ¿Saben? Yo hago sistemas para ganarme el pan. No son sistemas críticos ni nada por el estilo… a menos que le pregunten a mis usuarios. Pero son sistemas grandes y complicados, algunos de ellos con más años de existencia que yo (no los que yo hice, obviamente, pero algunos con los que tengo que trabajar). No sólo los diseño, sino que muchas veces los escribo. No completos, por supuesto, pero sí las partes críticas… o algunas de ellas… la mayoría… casi todas… soy un puto político informático. El punto es que con los años me he dado cuenta que a veces es más fácil borrar cosas que programar alrededor de ellas, simplemente porque no las quieres tocar. Siempre vale la pena entender el contexto completo antes de empezar a cambiar weás a la pinta de uno. Cuando haces eso, te das cuenta de que ciertas partes del código estaban allí simplemente para mantener reglas que ahora no existen. Procesos que ya no se hacen, pero que alguien dejó ahí «por si las moscas». Las partes más obvias se llaman «código muerto»… porque realmente no hacen nada. Están ahí «por si acaso», pero… no hacen nada. A las menos obvias no les tenemos nombre, pero si prestas atención y realmente haces tu pega, te darás cuenta que puedes reemplazar 1200 líneas de código… por dos. Literalmente. Tengo ejemplos, pero no los puedo publicar por problemas legales (la lamprea de la lamprea me chupará el cerebro si lo hago).
Ahora si me fui por las ramas. El punto es que «mas es mejor» es una puta estupidez. Es la salida fácil, la del flojo, la que soluciona el problema ahora, pero le deja el cacho al weón que viene después. Con las leyes es lo mismo. Estos personajes siguen haciendo leyes, nuevas leyes, algunas tan estúpidamente redundantes que me da verguenza ajena. Pero lo siguen haciendo. Y se palmotean la espalda y se felicitan cuando una de sus leyes se aprueba, porque sacar una ley ya no tiene nada que ver con hacer lo correcto, sino que es ganarle al resto. No a todo el resto, por supuesto, sino que a su propio «resto», a los que comparten su condición de clase aparte… sus congéneres políticos. Y digo «congéneres» con intención… porque «parientes» se siente muy manoseado.
Para ilustrar, imaginemos que dentro de mi sistema tengo una función que se llama «asesinato». Dependiendo de los parámetros que le alimentes a la función, ésta te devuelve un número… digamos la cantidad de años que te mereces preso. De repente alguien dice que asesinar a un homosexual es más grave que asesinar a un heterosexual. O que asesinar a una mujer es más grave que asesinar a un hombre. Tienes básicamente dos opciones: o haces funciones (leyes) nuevas para que acepte estos nuevos parámetros (género, sub-género, etc), o arreglas tu ya perfectamente correcta función para que acepte estos parámetros y devuelva resultados con las nuevas consideraciones. La primera es la salida del flojo, porque no requiere análisis. Haces funciones nuevas, específicas, y se llaman sólo cuando se cumplen los parámetros. La del programador avezado, la solución que requiere más trabajo pero de la que te sientes orgulloso, requiere modificar la función que ya existe. ¿Por qué es tan complicado? Porque no sólo tienes que pensar en la función, sino que también tienes que pensar en todos los que la utilizan. Entonces te tienes que cuestionar: ¿es realmente necesario que la función devuelva valores diferentes cuando la víctima es una mujer, un hombre o un homosexual? ¿Realmente el género es un parámetro válido para afectar el resultado de la función? Ya ven para donde voy. Son preguntas incómodas, difíciles de responder. Entonces el flojo hace una nueva función (una nueva ley) que sólo anda para los parámetros del momento, esa puta función que sólo resuelve un único problema específico. Una función que no es función… es un parche cagón inspirado en la desidia y el populismo. ¿Y tu función original que andaba perfectamente bien? Ya nadie la llama, porque el sistema se vuelve tan complejo y con tantas funciones específicas que ya nadie se atreve a llamarla. Porque faltan parámetros, porque sobran parámetros, porque los parámetros no calzan con la función. Entonces se hacen nuevas funciones para cada caso específico, cada nuevo parámetro que uno de estos legisladores considera oportuno para su avance en la política (o en su bolsillo), para cada… estado del clima. Da lo mismo. La función original sigue ahí, por supuesto, pero ahora es efectivamente «código muerto». Una ley muerta. Una ley que nadie respeta, siendo que define perfectamente el problema: matar a alguien es malo. Los demás parámetros son estúpidos e irrelevantes. La función original llamada «asesinato» no merecía morir… sólo necesitaba una actualización, un pequeño esfuerzo, un poco de cacumen. ¡Pero es más fácil hacer weás nuevas! Sube el rating, aumenta la confianza, votarán por mí en la próxima elección. Una bosta.
Quiero cerrar con el pensamiento que inspiró el título. Algún wea (¿Kast a lo mejor, para variar un poco?) propuso toque de queda para los menores de edad. En mis tiempos (y en mi familia), el toque de queda lo ponía mi madre en el mejor de los casos… porque cuando lo ponía mi padre te arriesgabas a penas muchísimo más severas. El estado no es mi papá ni mi mamá. El trabajo del estado no es criarme a mí ni a mis hijos. No somos hijos del estado, ni somos hijos de los weones que proponen esta estupidez como ley. Si fuese así, la función «parricidio» necesitaría una actualización. No me webeen. No traspasen su propia flojera a la flojera de los padres, de las familias, de las personas que deberían criar a sus propios hijos. Cuando un cabro chico de 14 roba un auto no es culpa de la sociedad, no señor. No es culpa de los políticos tampoco… esa es la salida del flojo. Es culpa de los padres. Si no existen los padres, entonces es un problema social, y es entonces cuando la sociedad, y en estricto rigor nuestros representantes ¡por la chucha! deberían actuar. No antes. No «por si las moscas». Quitar responsabilidad donde corresponde no merece una ley… merece un correazo en las nalgas.